lunes, 27 de enero de 2014

El cuadro

Cuadro por excelencia del género histórico en España. Se trata de la evocación del viaje que hace doña Juana desde la Cartuja de Miraflores a Granada acompañando el cadáver de su esposo Felipe el Hermoso. Según la crónica de P. Mártir de Anglería, la comitiva estaba compuesta por eclesiásticos, nobles y caballeros, y en una de las jornadas, de Torquemada a Hornillos, "mandó la reina colocar el féretro en un convento que creyó ser de frailes, mas como luego supiese que era de monjas, se mostró horrorizada y al punto mandó que lo sacaran de allí y le llevaran al campo. Allí hizo permanecer toda la comitiva a la intemperie, sufriendo el riguroso frío de la estación". Pradilla recoge este momento, reflejando el drama amoroso, los detalles de la comitiva y la riqueza del paisaje invernal castellano.

La figura de doña Juana centra la composición, delante de un sencillo asiento de tijera cubierto por un almohadón. Viste un grueso traje de terciopelo negro que pone de manifiesto su avanzado estado de gestación. En su mano izquierda podemos observar las dos alianzas que indican su viudedad. La reina vela el féretro de su esposo, colocado sobre parihuelas y adornado con las armas imperiales. Dos grandes velones mortuorios flanquean su cabecera. Junto al catafalco se encuentran una joven dueña y un fraile de blanco hábito, leyendo en voz baja una plegaría y sosteniendo un cirio. La zona de la derecha de la composición está presidida por la hoguera y el humo que ha provocado una fuerte ráfaga de viento. A su alrededor vemos a los miembros de la corte que acompañan a la soberana en el viaje, reflejando en sus rostros el abatimiento, la compasión hacia la reina o el aburrimiento, vestidos todos ellos con ropas de la época. El fondo está ocupado por el monasterio del que doña Juana sacó el féretro de su marido al saber que estaba ocupado por monjas; en el extremo contrario aparece el resto de la regia comitiva, llegando al lugar con las luces del último atardecer de un día de invierno. La composición se organiza alrededor de un aspa, destacando como Pradilla ha conseguido la plenitud atmosférica del espacio abierto en el que se desarrolla la escena. Otro elemento a reseñar es el tratamiento de las indumentarias e incluso de los elementos orográficos con los que se consigue elevar la tensión del momento. Todo ello ha sido conseguido con una pincelada vigorosa y segura, con un toque certero, sin renunciar al dibujo pero empleando una técnica jugosa, muy pictoricista, que se convertirá en la tarjeta de presentación del pintor.

 Medalla de Honor en la Exposición de 1878 -la primera en la historia de estos certámenes-, alcanza también los máximos premios en París, Berlín y Viena, señalando el cenit de la pintura de historia en España y de la pintura española en Europa. No es extraño, pues, que todo el mundo suspirase por su adquisición, que llega a la cifra record de 45.000 pesetas, haciendo necesaria la aprobación de un crédito especial por el Congreso de los Diputados.

La historia detrás del cuadro

El 20 de diciembre de 1506 , 3 meses después del fallecimiento, doña Juana accedió a trasladar el cuerpo de su esposo de Burgos, concretamente desde Arcos de la Llana lugar donde comienza la peregrinación hasta la ciudad de Granada para ser enterrado, junto a su madre Isabel, en el Panteón Real de la Catedral. Envío la Corte por delante, y ella personalmente acompañó el cortejo fúnebre compuesto únicamente por frailes, media docena de criadas ancianas, que debían ir siempre alejadas del féretro, los porteadores y soldados fuertemente armados, que evitaban que ninguna mujer de los pueblos o aldeas por los que atravesaban pudiera acercarse al ataúd.
Hacía marchas muy cortas, viajando solamente de noche a la luz de las antorchas que portaban los soldados. Se detenían en algún pueblo al amanecer y en su iglesia se introducía el féretro de don Felipe, al que durante todo el día se le decían misas, celebrando una y otra vez el oficio de difuntos. La propia Juana viajaba en carruaje y, a veces, a caballo para poder acercarse hasta el cadáver que era trasportado en andas, y cuyos portadores eran relevados con frecuencia debido al hedor insoportable que, por motivo de un mal embalsamamiento, despedía el cuerpo. En una de las paradas habituales al clarear el día, se introdujo el cadáver en un monasterio del lugar. Al percatarse la reina de que se trataba de un claustro de monjas, ordenó inmediatamente que se sacara el féretro de allí y se acampara en pleno campo. Ese es el momento que idealiza Francisco Pradilla en la célebre obra romántica: “Doña Juana la Loca”.
La figura de doña Juana se encuentra en el centro de la composición, mirando con ojos enfermizos el catafalco de su esposo adornado con las armas imperiales: en el paño sobre el ataúd aparecen bellamente los bordados del Águila Imperial Exployada y el León de Brabante. Sobre las andas, estampados sobre el lienzo blanco, los cuarteles del Reino de León, el Águila Imperial Bicéfala, Flandes y Tirol y Castilla; tras el candelero, el cuartel de Granada, el Águila de Sicilia, el de Aragón y el Borgoña.

El Romanticismo Histórico en España

Hay que situarse en el periodo pictórico del  romanticismo histórico en el siglo XIX. Fueron entonces varios los artistas de la época que realizaron obras sobre el tema de amor y muerte de la Reina: Ibo de la Cortina, Carlos Giner, Gabriel Maureta, Lorenzo Vallés … Pero sin duda, el cuadro histórico más conocido, es el que realizó Francisco Pradilla en 1877, en plena ebullición romantica, que, por supuesto, no muestra su aspecto real, pero si su actitud enfermiza. Pradilla retrata un instante del episodio más difundido de la vida de la Reina, como fue un descanso en el lóbrego y errante traslado del cuerpo de su esposo Felipe, fallecido en Burgos en septiembre de 1506, a la ciudad de Granada.

Desde niña, Juana mostró un carácter muy extremo en sus costumbres, en parte por la educación piadosa que recibió, llegando a dormir en el suelo como penitencia, o a autolesionarse flagelándose. Con el paso de los años, ese extremismo llevado a su existencia cotidiana y complicado con los celos que le originaba su matrimonio, llegó a producirle graves alteraciones psicológicas de esquizofrenia paranoide.

Tras la muerte de su esposo, los trastornos se hicieron más notorios y duraderos. Cuentan, que la Reina estuvo presente mientras embalsamaron el cuerpo, no permitiendo en ningún momento la presencia de mujeres junto al ataúd. Tampoco consintió el enterramiento y ordenó que trasladaran el cadáver a la Cartuja de Miraflores por ser monasterio sólo de hombres y allí, en una sala privada, le visitaba frecuentemente abriendo el féretro con una llave que llevaba siempre colgada del cuello.